El pasado miércoles acudí a la presentación de la novela de Pablo Carbonell, Pepita. El músico-escritor-de todo fue uno de los numerosos invitados a la II Semana Internacional de las Letras de la Región de Murcia.
Salí encantado de la presentación, fue muy divertida. Pero ni el cachondeo ni las bromas de Carbonell con Silvana López Merino impidieron que los asistentes nos marchásemos de allí con una idea muy completa del contenido de su libro, y a algunos nos entraron muchas ganas de hacernos con él. La frescura y el buen humor no tiene por qué ser incompatibles con la información, como tantos parecen creer.
Y claro.
La consecuencia es que, por norma general, acude poca gente a las presentaciones literarias. Y no ocurre solo con los escritores noveles o desconocidos. Es habitual, según me han dicho libreros y compañeros (y según he podido comprobar yo mismo alguna vez), que escritores de renombre no consigan congregar a más de media docena de personas.
Y aquí podríamos culpar al sistema educativo, a los móviles, a las casas de apuestas o al CEO de Netflix.
O podríamos resignarnos. Cuando hablábamos de este asunto, un escritor murciano me dijo una frase que no he olvidado: «Somos escritores, no estrellas del rock. Es lo que hay».
Aunque también podemos hacer autocrítica: vale que los escritores nunca van a llenar estadios, pero una parte del problema es que muchas presentaciones literarias son un coñazo.
En ocasiones, el autor prepara una serie de preguntas con un amigo. Estas preguntas suelen repetirse independientemente de quién sea o qué escriba el autor, no me preguntéis por qué.
El día de la presentación, el escritor responde con el guion que ha preparado, que en casa a lo mejor le ha parecido muy inteligente o ingenioso, pero que en la presentación queda artificial, forzado.
También sucede con frecuencia que el presentador sea otro escritor, que a menudo acepta por compromiso con el autor o con su editorial. En el mejor de los casos ha leído la sinopsis y tres páginas al azar, por lo que no puede profundizar más allá de las generalidades de siempre (quizá por eso las preguntas se repitan tanto). Además, como escritor y presentador ni siquiera se conocen, no hay la menor química entre ambos.
Todo esto se transmite a los asistentes, que no irán a más presentaciones, excepto los que hayan publicado o vayan a publicar un libro y quieran que otros les devuelvan el favor y acudan a las suyas. Y así te encuentras con muchos eventos de este tipo donde solo hay «profesionales de la tecla», que está muy bien, como es maravilloso que acudan la familia y los amigos, pero ¿no sería estupendo que los aficionados a la lectura, aunque no escriban ni tengan intención de escribir en su vida, contemplasen las presentaciones literarias como una opción de ocio cultural más?
Sin embargo, para lograr ese objetivo, para que a los demás, especialmente a los más jóvenes, les interese lo que un escritor tiene que decir sobre su libro, las presentaciones han de ser divertidas. Sí, divertidas. La literatura debe quitarse ese halo solemne de actividad intelectual que se explica a sí misma con seriedad, la manita en la barbilla, el gesto circunspecto y, si puede ser, con palabras que nadie usa al hablar. Como circunspecto.
He ido a demasiadas presentaciones literarias en las que, si hubiera cedido a la tentación de cerrar los ojos, me habría parecido encontrarme de vuelta en el instituto, escuchando la lección de un profesor quemado, deseoso de jubilarse, y no a un escritor ilusionado con su obra.
Ríanse, señores. Riámonos todos. No digo que abramos las ventanas, digo que tiremos los muros a cabezazos y bailemos sobre los chichones. Disfrutemos de lo que estamos haciendo y contagiaremos esa alegría. De lo contrario, no nos quejemos tanto si a nuestra presentación no viene nadie mientras la cola del youtuber da la vuelta a la manzana.
Pero tampoco me hagáis mucho caso, yo acabo de llegar. Igual hay que resignarse a que las presentaciones solo interesen a cuatro gafapastas, porque los escritores no son estrellas del rock.