Consultan la lista de los libros de ficción más vendidos y se ponen a ello. Novela histórica, negra, rosa, la que sea. Llaman al plagio «influencias» y buscan el best seller, pegar el pelotazo como agricultores reconvertidos al ladrillo.
Y si al menos la historia fuera original, rompedora, como escriben en sus contraportadas, pero la abres y es otra vez el mismo rollo manido, aunque pretenda enganchar desde el comienzo con una frase epatante que huele a eructo de estómago vacío.
Después tensión, intriga y traiciones, por supuesto, un thriller trepidante que quita el aliento y lleva al lector de la mano, porque el lector debe de ser uno de esos que hicieron la Confirmación con gotas de leche materna en el bozo.
Añádase la inevitable tensión sexual no resuelta, un cebo que huele a tapicería de 4L, más viejo que Luz de luna.
La novela que no podrás soltar, que te hará devorar las páginas como la lengua negra de un loro las pipas, pero lo más importante: que permitirá al autor solicitar una excedencia en su puesto de funcionario para dedicarse a escribir a jornada completa, es decir, hasta las tres, con la tele de fondo, su media hora para el café y pausas de cinco minutos para estirar y relajar la vista.
Esos tochos podría fabricarlos una máquina con las influencias del autor en su base de datos, de igual modo que determinada inteligencia artificial es capaz de componer música barata.
Vuelve el detective de moral relajada, la mujer peligrosa y el crimen a resolver. La esperada secuela de la trilogría, tetralogía o heptalogía. Dicen que el inspector mujeriego, canallita, borracho y fumador es su alter ego, pese a que no se han saltado una norma en su vida.
—Es que una cosa es la literatura y otra la vida real.
¿Veis? No tienen ni idea. Nunca sentirán la necesidad de teclear aunque se hayan reventado los dedos con un martillo y que las pausas sean para limpiar la sangre del teclado. Si les escayolan los brazos no aprenderán a escribir con la boca o con el pie, como los artistas de aquel calendario de la abuela. Porque lo hacen de fuera hacia dentro, y es justamente al revés. Se escribe porque lo que has leído reacciona con tus otras vivencias, bicarbonato y vinagre.
Pero ellos no leen, o compran siempre el mismo libro. No saben nada de ortografía y gramática y tampoco les importa. Lo que cuenta es el qué, el cómo ya lo pulirán los correctores.
Alguien bosqueja un dibujo infantil con ceras Manley, se lo convierten en un óleo y el autor de los garabatos firma la obra aun cuando ignora de qué lado se coge el pincel. Esto se da en literatura.
Se jactan de no haber leído a los clásicos para que su estilo ágil y dinámico no se contamine con la herrumbre del pasado. Es verdad, sería una pena que Raskólnikov contagiara de algo a su hijito.
Les encanta que se refieran a ellos como «el padre» del inspector o el comisario Perengano. Eso es lo que el mundo necesitaba, otra saga policiaca. Les reconozco el mérito de escribir sin que el bostezo les desgarre las comisuras de la boca y la parte superior de la cara se les caiga hacia atrás con un chasquido de huesos y tendones.
Pero ellos bostezarían con Pessoa.
Las autoras románticas tampoco tienen nada que ver con Austen o Brontë. La enésima historia que te enamorará, plagada de pasión y secretos, pasa de una moñería insoportable al otro extremo, sexo explícito con la equis camuflada de rosa para quienes se avergüenzan de disfrutar con la pornografía.
Reniegan de sus mayores pero les encantan las normas, las siguen a rajatabla. Escriben con manual de instrucciones, como si montaran una mesa de IKEA.
Una de esas normas prohíbe que aparezca en la historia algo que no vaya a tener relevancia después. Engolan la voz parar citar el arma de Chéjov, aunque no conocen ninguno de sus cuentos y no digamos ya de sus obras dramáticas. Le internarían a uno en la sala número seis si osara quebrantar ley tan sacrosanta. Entonces es necesario descolgar el rifle de la pared, cambiar el pomerania de la dama por un rottweiller y atrincherarse con el arma y el perro para evocar algo desligado de la narración. Hacer surgir, por ejemplo, un arcoíris lunar. Y seguir escribiendo.
Otra norma dicta que hay que planear muy bien la historia, dibujar un esquema, preparar una ficha de personajes, rellenar el formulario 115 y solo entonces ponerse a la tarea, sin olvidar colocar junto al ratón la báscula de palabras. Como si estuviéramos en una oficina. Como notarios, registradores de la propiedad o administradores de fincas.
Y escribiendo así, mirando un mapa, ¿no se pierden el paisaje?
Me he sentado a teclear sin saber qué camino iba a tomar esto, ignorando si sería un relato, un artículo o, lo más posible, otro documento archivado en la torre negra. ¿A quién le importa? Se trata de efervescencia. No me hará famoso, ni va a juzgarlo ningún concejal para el certamen de su Ayuntamiento. Se ha escrito sin mapa ni libro de instrucciones, pero está vivo y es libre, lo escuchaba jadear delante de mí, me ha costado seguirlo hasta esta línea.
Si alguna vez la escritura me recuerda a una oficina, que sea la de la calle de los Doradores.
Imagen de cabecera: Tolstoievsky