Habréis oído quejas por el intrusismo literario de youtubers, instagramers y demás famosos digitales. Ya sabéis, personas con un gran número de seguidores en internet que publican libros sin haber leído nunca uno, mientras que escritores vocacionales con talento reciben una negativa tras otra de las editoriales.
En la Feria del Libro de Murcia de 2018, la cola para comprar la novela de Laura López, una conocida youtuber, serpenteaba por buena parte del paseo Alfonso X, mientras los escritores «de verdad» asistían con envidia al desfile de compradores.
Que las editoriales valoren más el quién que el qué, es preocupante.
Que buenos escritores no lleguen siquiera a ser valorados por no tener suficientes seguidores en redes sociales, mientras que a los influencers les publican a ciegas, es injusto.
Pero este fenómeno siempre ha existido.
No tenéis más que ver las mesas de novedades o de más vendidos, los lugares destacados en librerías, la promoción en medios de los dos grandes grupos editoriales que oligopolizan el mercado: periodistas (infinidad), hijos de periodistas, hijos de escritores, presentadores de televisión y radio, cantantes, actores…
Y no es que publiquen libros hablando de su experiencia, como El Director, de David Jiménez. Tampoco sus memorias. No: novelas. Resulta que todos ellos saben escribir ficción, y lo hacen tan bien que Planeta y Penguin se pelean por encuadernar sus manuscritos.
Es verdad que a un periodista (al menos, al articulista), el dominio de la expresión escrita se le supone. Por tanto, no sería descabellado pensar que fuera aficionado a escribir ficción. Pero entonces abres esa «historia inolvidable de amor prohibido» y descubres que la calidad o la originalidad no han sido tenidas en cuenta ni por el autor ni por los editores ni por los críticos que alaban la obra.
Así que antes de preocuparme de los escritubers, aunque solo sea por antigüedad me fijaría, por ejemplo, en los periodistas que se aprovechan de su nombre para publicar y vender decenas de miles de ejemplares de unas novelas horrorosas.
Sin embargo, me da la impresión de que esto, que lleva sucediendo décadas, nunca ha despertado tanta indignación como la que provocan los intrusos digitales.
Echadle un vistazo a este artículo, muy crítico con esas «aberraciones literarias». Cita (posiblemente con razón) a dos influencers, un tuitero, un cantante y una actriz. Ni un periodista.
A ver si lo que les molesta a algunos es que el pastel se reparta con los advenedizos. Como si un futbolista se quejara de que ha salido un nuevo deporte al que se le presta demasiada atención mediática.
También me parece que hay aquí cierto menosprecio hacia la juventud: resulta que muchos de estos recién llegados son chavales muy jóvenes que además tienen la osadía de ir por libre, con su propio canal de Youtube o de lo que sea, sin rendir cuentas a nadie. Amenazan a quienes llevan años trabajando al dictado del dueño de la imprenta, que sienten que les roban lo que es suyo por derecho.
Sabemos qué hay detrás de los grandes premios literarios, varios de ellos amañados e incluso creados por encargo. «Nos complace comunicarle que le ha sido concedido el próximo premio Benjamin Button; ¿le interesaría escribir una novela y presentarla al certamen?». Se los entregan a caras conocidas porque saben que van a vender más ejemplares que un autor anónimo. No tiene más misterio.
Por la misma razón, ahora esas editoriales se fijan también en tuitstars o instagramers con cientos de miles de seguidores detrás, aunque no sepan encontrar la tilde en el teclado.
Que los baremos están cambiando es incuestionable (recordemos la polémica con el último Premio Biblioteca Breve). Pero no debería sorprendernos: es solo la actualización a los tiempos de lo que, por desgracia, ha ocurrido toda la vida.