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La Bahía de los Libros de Mazarrón, 2019

Ahí se me ve un poquito, el del foco en la cabeza, detrás de Alfonsi

Si empezáis en esto de la literatura, como yo, es algo que os van a preguntar seguro, porque a mí me lo han preguntado varias veces.

Tratemos de responderlo.

Están los que solo se preocupan de las cifras. Te pidan las cantidades concretas, les contestas que el autor se lleva un 10 % del precio de cada libro vendido, sin contar el IVA (en mi caso, 96 céntimos por ejemplar), a lo que hay que restarle el mordisco de Hacienda, y enseguida llega la repregunta: ¿te merece la pena?

Obviamente, si solo atendemos a criterios pecuniarios, la respuesta es no. En este caso concreto, únicamente para compensar la gasolina de los 150 kilómetros (ida y vuelta) que hay desde mi casa al puerto de Mazarrón, tendría que haber vendido más de diez libros. Luego hay que cenar, hidratarse y, a veces, pagar el parking y los peajes. No, definitivamente no.

Pero serías idiota (te hablo a ti, que estás pensando en publicar) si hicieras esto por dinero. Podría darte decenas de motivos por los que merece la pena escribir, publicar y promocionar un libro, pero el dinero no es una de ellas. Repito: esto no da dinero. Lo siento si eres de ese tipo de personas.

Pero vamos a divertirnos. Voy a intentar haceros la crónica de La Bahía de los Libros de Mazarrón (17 de agosto de 2019) usando el Debe (D) y el Haber (H), como si fuera una de esas personas con la mente cuadriculada en filas y columnas de Excel.

Abrimos nueva hoja de cálculo.

 

 

La Bahía de los Libros de Mazarrón, 2019

 

Por ir a Mazarrón me perdí la cena de cumpleaños de un buen amigo (D).

De camino me encontré con un peaje. Esto lo iba a meter en el debe, pero, acostumbrado a los precios de los peajes para llegar a Alicante por autopista en estas fechas (dos de cuatro euros), los 1,65 que me cobraron me supieron a regalo.

Cuando, en el último tramo, el paisaje se abrió para permitirme contemplar el mar, el modo aleatorio del mp3 del coche se desmarcó con L. A. Woman, una canción a la que recibí como lo que era, una vieja amiga a quien llevaba mucho sin escuchar.

Canté y silbé sin dejarme ni una coma (H).

 

Llegué con algo de antelación. Mientras estaba sentado en la terraza de la cafetería, observando cómo Míriam Amarela hacía sus pruebas de sonido, llegó Dori, otra antigua amiga (por L. A. Woman, digo, que a Míriam no la conocía de nada) a la que, por las cosas de la vida (las figuras que se extravían de las que hablo en el prólogo del libro), no había visto desde 2005 o incluso antes.

Me dio mucha alegría reencontrarme con ella. Fue una de las pocas personas a quienes enseñé mis escritos de veinteañero, y siempre me animó a seguir escribiendo.

Apareció con su marido y sus dos niños pequeños, rubios y muy bonicos, como la madre, aunque uno tiene un serio problema de adicción al café (esto es una broma interna, señor Defensor del Menor).

Me pidió que le dedicase su ejemplar, comprado, según me dijo, en la Casa del Libro de Cartagena.

Después de tomarme el café con ellos —esto es una (H) como una casa—, me dirigí a mi puesto en la carpa de la librería Calle Mayor.

El lugar era bonito, pero a las siete de la tarde hacía un calor tremendo, no corría ni una pizca de aire. Y lo peor es que seguiría el mismo bochorno, o casi, a las once de la noche. Además, los focos que iluminaban los puestos, situados a la altura de mi cabeza, provocaban en las carpas un efecto invernadero que nos volvía pegajososos. A Alfonsi, Ana Gil, Jeannine Alcaraz y Rosa García Oliver no les daban los brazos para agitar sus abanicos. Pero tampoco es que se estuviera mucho mejor al salir de debajo del toldo (D).

 

Ya metidos en faena, Alfonsi llegó a desesperarse viendo cómo sus compañeros, más parados (Marco, Sarah Jamet, Joseja y yo mismo), dejábamos escapar a posibles compradores. Tengo mucho que aprender de ella, que abordaba a todo el que se acercaba por allí. Su porcentaje de éxito era tal que Paco, el dueño de la librería Calle Mayor, no daba abasto para cobrar.

Yo vendí poquísimos libros (D).

 

En el apartado de cosas positivas está el haber saludado personalmente a quienes solo conocía de redes sociales, como Asensio Piqueras. También al compañero de editorial Mariano Ruiz Guasch y otros tantos.

De entre estos, me llevé una grata sorpresa con Marco Brunengo. Un tipo estupendo que ayudó a que el tiempo en aquella sauna fuera más ameno (H).

También pude darle a Antonio Cano impresiones sobre su libro, que me había dedicado en Los Alcázares.

 

Me cayó muy bien Marto («Como Marta, en masculino»), a quien había visto recorriendo todas las carpas, examinando minuciosamente los libros y charlando con nosotros, los autores.

Me contó que estaba en un club de lectura, que su género preferido era la novela negra o policiaca, y me recomendó Crónicas de motel, de Sam Sheppard. Que leeré pronto, sin duda, porque siempre pienso que estas recomendaciones llegan por algo (tengo una vena mística).

Pero no me dijo que también escribía. No ha sido hasta que me ha seguido en Facebook que me he dado cuenta de que es Marto Pariente. Me acuerdo de su último libro por una asociación de ideas extraña: la portada de La cordura del idiota me recuerda lejanamente a la de Antología del Rock Urmemetal (H).

 

La cordura del idiota, portada del libro de Marto Pariente, editorial VersátilPortada del libro "Antología del Rock Urmemetal", editado por Tierra Trivium

 

Me alegré de ver a Joseja y a Sarah , tan jóvenes, recitando con ilusión sus poesías frente al micrófono.

 

Se llevó otro libro Esther («con hache»), de Valencia. Uno mío y otro de Marco, en realidad.

Esther nos contó, con un punto de emoción, que también escribía, y que la charla con nosotros dos le había removido el gusanillo de intentar publicar. Que tenga mucha suerte.

Esto también merece una (H). Como el que una amiga se metiera casi una hora de coche desde Murcia, ella sola, para verme no-vendiendo libros. Detallazo.

En conversación con ella surgió de nuevo la pregunta que ha dado lugar a esta entrada: ¿te merece la pena venir a estas cosas?

Le respondí que sí, y cuando me pidió motivos, le comenté que nunca sabes dónde va a llegar un libro que sale de tu círculo de conocidos y amistades. La vida funciona con ramificaciones. Y, quién sabía: quizá si a Marto le gustaba el libro, lo recomendaría a su club de lectura. O Esther podía tener un conocido que…

Me cortó con escepticismo, «tienes demasiada imaginación». Posiblemente esté en lo cierto. Pero esas cosas pasan. Más raro fue cómo conocí a mi editor.

 


 

 

Después de una cena rápida regresamos a la carpa. A las doce terminamos y algunos fuimos a tomar una copa. Cierta conversación en una terraza agradablemente oscura, frente al mar, con una temperatura más soportable, me inspiró un cuento que boceté en mi cabeza mientras regresaba en coche a casa. Como decía Cortázar en una entrevista, ya solo me falta pasarlo a ordenador, el cuento está escrito. Será el segundo desde que publiqué en abril La tienda de figuras de porcelana (H).

 

Y aquí lo dejo, no sé si alguien querrá calcular el balance entre el activo y el pasivo. Eso es para los contables vocacionales, mi cabeza no funciona así. Para mí, la respuesta es sí.

 

P. S. En el peaje de la vuelta no tuve que sacar la cartera, resulta que a esa hora no se paga.

 

Y lo próximo:

  • 2 de octubre, Feria del Libro de Murcia (casetas 4-5, El Corte Inglés)
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